Los desplazamientos a pie o peatonales representan una parte esencial de la movilidad urbana y así se refleja en el reparto modal en las ciudades, ya que prácticamente, en todos los viajes que se realizan diariamente, hay al menos un tramo (o etapa), por corto que sea, que se realiza a pie. A modo de ejemplo, para desplazarnos al trabajo en transporte público (autobús, cercanías, metro, etc) caminaremos desde el domicilio hasta la parada de origen y/o desde la parada de destino hasta al lugar de trabajo.
Y es esencial que se reconozca la importancia del peatón en la movilidad urbana, dado que es nuestro modo de transporte primigenio, al que fisiológica y anatómicamente mejor adaptados estamos, que aprendemos a utilizar instintivamente y alrededor del cual construimos las ciudades en las que nos hemos desarrollado, económica, social y culturalmente.
Sin embargo, las políticas de movilidad urbana adoptadas desde la aparición del automóvil en las ciudades, han resultado en una cada vez más limitada, segregada, relegada y estigmatizada presencia del peatón, llegando a asociarse su imagen a un involucionismo, como antítesis del automóvil, símbolo de progreso y modernidad.
Por suerte, en los últimos años, y como consecuencia de los perniciosos efectos que ha supuesto el uso masivo del automóvil en la ciudad (contaminación, ruido, enfermedades, siniestralidad vial, congestión, etc), la figura del peatón ha vuelto a ganar protagonismo en la movilidad urbana. Así, son muchas las ciudades que han empezado a devolverle al peatón el lugar que le fue usurpado por el automóvil en su constante e insostenible necesidad de espacio y recursos.
Cada vez se encuentran más razones para apostar por la movilidad peatonal. Por ejemplo, para distancias inferiores a dos o tres kilómetros, moverse a pie es el medio de transporte más recomendable en la ciudad. La mayoría de los desplazamientos por ciudad pocas veces acostumbra a superar, precisamente, esta distancia. Junto con la bicicleta, es el medio más saludable, eficiente y limpio, ya que fomenta la actividad física, consume energías limpias y, por lo tanto, no produce emisiones contaminantes. También es el más económico, porque no cuesta dinero, y más equitativo, porque todo el mundo, en la medida de sus posibilidades, lo puede “utilizar”.
Queda, sin embargo, un largo camino que andar, donde habrá que desterrar prejuicios de todo tipo. A modo de ejemplo, las peatonalizaciones de los centros históricos han sido siempre objeto de protesta por las asociaciones de comerciantes, quienes temían ver disminuir sus ventas al dejar de circular coches frente a sus establecimientos. Estas mismas asociaciones, suelen convertirse en fervientes defensoras de la peatonalización, una vez comprueban que, al contrario de lo que temían, las ventas han aumentado tras su implementación, pues son los peatones los que compran y no los conductores.
Ante la creciente problemática de la contaminación en nuestras ciudades, la congestión del tráfico y, en definitiva, el empeoramiento de la calidad de vida en ellas, estamos en un momento determinante para seguir apostando con firmeza por la movilidad peatonal integrada en el sistema de transporte. La movilidad urbana sostenible busca aumentar la cantidad y calidad de itinerarios, pasillos y ejes peatonales seguros y continuos, que vertebren la ciudad en todas direcciones y que conecten los principales polos de atracción y generación de viajes; con cruces y pasos peatonales seguros en las intersecciones, más zonas de acceso exclusivo al peatón y también otras de acceso compartido con prioridad peatonal.
En definitiva, se trata de ejercer una acción de atracción del peatón a la movilidad urbana al tiempo que de empuje del automóvil fuera de ella, sobre todo en zonas urbanas que no fueron concebidas para albergar al coche, y mucho menos, para otorgarle ese papel hegemónico en la jerarquía urbana.
Enrique Huertas, profesor del Máster Internacional en Tráfico, Transportes y Seguridad Vial